Obito sango Genin
Cantidad de envíos : 4055 Fecha de inscripción : 22/03/2010 Edad : 84 Localización : Osas cuestionarme?
Ninja Puntos de vida y chakra: (700/700) Clan: MEDICO Ryus: 0
| Tema: Historia interesante, no es fan fic pero si la quieren leer... Adelante... Mar Oct 19, 2010 2:12 pm | |
| Lo que voy a contaros pasó hace mucho tiempo. Antes de que na¬ciéramos ninguno de nosotros. Y antes de que nacieran nuestros padres. Fue hace mucho tiempo. Quizá... quizá hace cuatrocien¬tos años. No, más de cuatrocientos años. Mil años, seguramente. O quizá no tanto. Eran malos tiempos. La gente estaba hambrienta y enferma. Había hambrunas y grandes epidemias. Había muchas guerras y otras cosas malas en esa época, porque no había nadie que las im¬pidiera. Pero lo peor de todo era que en esa época había demonios en el mundo. Algunos eran pequeños y molestos; herían a los caballos y agriaban la leche. Pero había otros mucho peores que esos. Había demonios que se escondían en el cuerpo de las personas y las hacían enfermar o enloquecer, pero esos no eran los peores. Había demonios como grandes bestias que capturaban hombres y se los comían vivos, pero esos no eran los peores. Había demonios que les arrancaban la piel a las personas y la utilizaban para ves¬tirse, pero esos tampoco eran los peores. Había un demonio que destacaba entre todos: Encanis, la os¬curidad devoradora. Pasara por donde pasase, su cara siempre es¬taba oculta en sombras, y los escorpiones que le picaban morían al entrar en contacto con tanta corrupción. Pues bien, Tehlu, creador del mundo y señor de todas las cosas, vigilaba el mundo de los humanos. Vio que los demonios se bur¬laban de nosotros y nos mataban y se comían nuestros cuerpos. Salvó a algunos, pero solo a unos pocos. Porque Tehlu es justo y solo salva a los dignos de ser salvados, y en aquellos tiempos, muy pocas personas actuaban buscando su propio bien, y menos aún buscando el bien de los demás. Eso hacía que Tehlu se sintiera desgraciado. Porque él había creado el mundo para que fuera un lugar agradable para los humanos. Pero su iglesia estaba corrompida; robaba a los pobres y no vivía de acuerdo con las leyes que él le había dictado... No, esperad. Todavía no había iglesia, ni sacerdotes. Solo ha¬bía hombres y mujeres, y algunos sabían quién era Tehlu. Pero in¬cluso esos eran malvados, así que cuando pedían ayuda al señor Tehlu, él no se sentía inclinado a socorrerlos. Pero tras años observando y esperando, Tehlu encontró a una mujer pura de corazón y de espíritu. Se llamaba Perial. Su madre le había enseñado quién era Tehlu, y ella lo adoraba tanto como se lo permitían sus pobres circunstancias. Pese a que la vida no era fácil para ella, Perial solo rezaba por los demás, y nunca por ella misma. Tehlu la observó durante años. Vio que llevaba una vida difícil, llena de desgracias y tormentos a manos de los demonios y de otra gente malvada. Sin embargo, ella nunca maldijo a Tehlu ni dejó de rezar, y siempre trataba a todo el mundo con respeto y ama¬bilidad. Así que una noche Tehlu se apareció a Perial en un sueño. Se plantó ante ella; parecía que estuviera hecho de fuego o de luz so¬lar. Se acercó a ella, resplandeciente, y le preguntó si sabía quién era. —Por supuesto —contestó la mujer. No se puso nada nerviosa porque pensó que solo era un sueño extraño—. Eres Tehlu, mi señor. Tehlu asintió y le preguntó si sabía por qué había ido a verla. —¿Vas a hacer algo para ayudar a mi vecina Deborah? —pre¬guntó ella. Porque antes de acostarse había estado rezando por su vecina—. ¿Vas a hacer algo para que su esposo Losel sea mejor persona? No la trata bien. Un hombre no debe ponerle nunca la mano encima a una mujer, salvo por amor. Tehlu conocía a los vecinos de Perial. Sabía que eran indignos y que habían cometido maldades. Todos los habitantes del pueblo eran indignos excepto Perial. Todos los habitantes del mundo eran indignos. Se lo dijo. —Deborah se ha portado muy bien conmigo —repuso Perial—. Y Losel, al que no le tengo ninguna simpatía, es mi vecino de to¬das formas. Tehlu le dijo que Deborah se acostaba con muchos hombres, y que Losel bebía todos los días de la semana, incluso en Duelo. No, esperad. Todavía no existía el Duelo. Pero de todos modos, Losel bebía mucho. A veces se enfurecía tanto que pegaba a su esposa hasta que ella no se tenía en pie y ni siquiera podía llorar. En su sueño, Perial guardó silencio. Sabía que Tehlu decía la verdad, pero aunque Perial era pura de corazón, no era necia. Ella ya sospechaba que sus vecinos hacían esas cosas que Tehlu había mencionado. Con todo, incluso sabiéndolo con certeza, seguía sintiendo cariño por ellos. —¿No vas a ayudarla? Tehlu dijo que los dos esposos eran un buen castigo el uno para el otro. Eran malos, y a la gente mala había que castigarla. Perial habló con sinceridad, quizá porque creía que estaba so¬ñando; pero seguramente habría dicho lo mismo si hubiera estado despierta, porque Perial siempre decía lo que pensaba. —Ellos no tienen la culpa de que la vida sea tan difícil ni de que haya tanta hambre y tanta tristeza en el mundo —dijo—. ¿Qué se puede esperar de la gente si tiene que convivir con los de¬monios? Pero aunque Tehlu escuchó las sabias palabras de Perial con los oídos, insistió en que los humanos eran malvados, y en que a los mal¬vados había que castigarlos. —Me parece que no sabes qué significa ser humano —replicó ella—. Y yo, si pudiera, los ayudaría de todas formas —dijo con decisión. —PUES ASÍ SERÁ —dijo Tehlu; estiró un brazo y le puso la mano sobre el corazón. Cuando Tehlu la tocó, Perial sintió como si fuera una gran campana dorada que acabaran de tañer por vez primera. Abrió los ojos y comprendió que aquel no había sido un sueño normal. Por eso no le sorprendió descubrir que estaba embarazada. Tres meses más tarde, dio a luz a un precioso niño de ojos oscuros. Lo llamó Mend. El día después de nacer, Mend ya gateaba. Dos días más tarde, sabía andar. Perial estaba sorprendida, pero no preocupada, porque sabía que su hijo era un regalo de Dios. Sin embargo, Perial era una mujer sabia. Ella sabía que la gen¬te no lo entendería, así que no se separaba de Mend, y cuando sus amigos y vecinos iban a visitarla, ella los echaba con cualquier pretexto. Pero esa situación no podía prolongarse mucho, porque en los pueblos pequeños no se pueden guardar secretos. La gente sabía que Perial no estaba casada. Y aunque en esos tiempos era habi¬tual que nacieran hijos fuera del matrimonio, no lo era que los ni¬ños se convirtieran en hombres en menos de dos meses. La gente temía que Perial se hubiera acostado con un demonio, y que su hijo fuera hijo de un demonio. Esas cosas no eran insólitas en esos oscuros tiempos, y la gente tenía miedo. Así que el primer día del séptimo ciclo se reunieron todos y fue¬ron a la casita donde Perial vivía con su hijo. El herrero del pue¬blo, que se llamaba Rengen, hizo de portavoz. —Enséñanos al niño —gritó. Pero no hubo respuesta—. Tráe-nos al niño y demuéstranos que es humano, como nosotros. La casa seguía en silencio, y aunque había muchos hombres en la calle, nadie quería entrar en la casa donde se sospechaba que habitaba un demonio. Así que el herrero volvió a gritar: —Trae al joven Mend, Perial, o quemaremos la casa con voso¬tros dentro. Se abrió la puerta y salió un hombre. Nadie lo reconoció, por¬que aunque solo hacía siete ciclos que había salido del vientre de su madre, Mend aparentaba diecisiete años. Se quedó allí planta¬do, orgulloso, con sus negros ojos y su negro cabello. —Yo soy el que llamáis Mend —dijo con una voz grave y so¬nora—. ¿Qué queréis de mí? Al oír su voz, Perial, que seguía dentro de la casa, dio un grito ahogado. Además de ser la primera vez que Mend hablaba, Perial reconoció su voz: era la misma que había oído en un sueño, meses atrás. —¿Qué quieres decir con eso de que te llamamos Mend? —preguntó el herrero asiendo con fuerza su martillo. Sabía que había demonios que parecían humanos, o que se disfrazaban con su piel, como hacían algunos ocultándose bajo una piel de cordero. El niño que ya no era un niño dijo: —Soy el hijo de Perial, pero no soy Mend. Y tampoco soy un demonio. —Entonces toca el hierro de mi martillo —dijo Rengen, por¬que sabía que los demonios temían dos cosas: el hierro frío y el fuego limpio. Le tendió su pesado martillo de forja. Le temblaban las manos, pero nadie se lo reprochó. El que no era Mend dio un paso adelante y puso ambas manos sobre la cabeza de hierro del martillo. No sucedió nada. Perial, que observaba desde el umbral de su casa, rompió a llorar, porque aunque confiaba en Tehlu, en el fondo había temido por su hijo. —No soy Mend, aunque ese es el nombre que me puso mi ma¬dre. Soy Tehlu, señor de todas las cosas. He venido a liberaros de los demonios y de la maldad de vuestros corazones. Soy Tehlu, hijo de mí mismo. Que los malvados oigan mi voz y tiemblen. Y todos temblaron. Pero algunos se resistían a creer. Lo llama¬ron demonio y lo amenazaron. El miedo les hizo pronunciar du¬ras palabras. Algunos le lanzaron piedras y lo maldijeron, y escu¬pieron hacia donde estaban su madre y él. Entonces Tehlu se enfureció, y habría podido matarlos a todos, pero Perial se le acercó y le puso una mano en el hombro para retenerlo. —¿Qué se puede esperar de ellos? —le preguntó en voz baja—. De unos hombres que conviven con los demonios. Hasta el mejor de los perros muerde cuando se cansa de que lo maltraten. Tehlu reflexionó y comprendió que Perial era una mujer sabia. Miró en el corazón de Rengen y dijo: —Rengen, hijo de Engen, tienes una amante a la que pagas para que se acueste contigo. Engañas y robas a tus empleados. Y aunque rezas en voz alta, no crees que yo, Tehlu, creara el mun¬do ni que vigile a todos los que vivís en él. Al oír eso, Rengen palideció y dejó caer el martillo al suelo. Porque lo que Tehlu acababa de decir era cierto. Tehlu miró a to¬dos los hombres y mujeres que se hallaban allí. Miró dentro de sus corazones y dijo lo que veía. Todos eran indignos, hasta tal punto que Rengen podía considerarse uno de los mejores. Entonces Tehlu trazó una raya en el suelo que lo separaba de los vecinos. —Este camino es como el sinuoso curso de una vida. Hay dos caminos paralelos que podéis tomar. Todos vosotros viajáis ya por ese lado del camino. Tenéis que elegir. Podéis quedaros en vuestro camino, o cruzar y venir al mío. —Pero el camino es el mismo, ¿no? Lleva al mismo sitio —dijo alguien. —Sí. —¿Adonde lleva el camino? —A la muerte. Todas las vidas conducen a la muerte, excepto una. Así son las cosas. —Entonces, ¿qué importancia tiene el lado por el que vaya¬mos? —preguntó Rengen. Era corpulento, uno de los pocos que superaban en estatura a Tehlu. Pero estaba impresionado por todo lo que había visto y oído en las horas pasadas—. ¿Qué hay en nuestro lado del camino? —Dolor —respondió Tehlu con una voz dura y fría como la piedra—. Castigo. —¿Y en tu lado? —Dolor ahora —dijo Tehlu con la misma voz—. Castigo aho¬ra, por todo lo que habéis hecho. Eso no se puede eludir. Pero yo también estoy aquí, este es mi camino. —¿Qué tengo que hacer para cruzar? —Arrepentirte y venir a mi lado. Rengen cruzó la raya y se situó al lado de su Dios. Entonces Tehlu se agachó y recogió el martillo que el herrero había dejado caer al suelo. Pero en lugar de devolvérselo, golpeó a Rengen con él como si fuera un látigo. Una vez. Dos veces. Tres. Y el tercer golpe hizo caer a Rengen de rodillas, sollozando y chillando de dolor. Pero después del tercer golpe, Tehlu dejó el martillo y se arrodilló para mirar a Rengen a los ojos. —Has sido el primero en cruzar —dijo en voz baja, para que solo lo oyera el herrero—. Hacía falta valor; no era fácil. Estoy orgulloso de ti. Ya no te llamas Rengen; ahora te llamas Wereth, el forjador del camino. —Tehlu lo abrazó, y el contacto con sus brazos alivió gran parte del dolor de Rengen, que ya se llamaba Wereth. Pero no todo, porque Tehlu hablaba en serio cuando de¬cía que el castigo no podía eludirse. Fueron cruzando la raya uno a uno, y uno a uno Tehlu los gol¬peó con el martillo. Pero cuando caían arrodillados, Tehlu se arrodillaba a su lado y hablaba con ellos; les daba un nuevo nom¬bre y aliviaba parte de su dolor. Muchos de aquellos hombres y mujeres tenían demonios es¬condidos dentro que huían chillando cuando los tocaba el marti¬llo. A ellos Tehlu les dedicaba más tiempo, pero al final siempre los abrazaba, y todos se mostraban agradecidos. Algunos se po¬nían a bailar de felicidad al sentirse liberados de esos seres tan terribles que habitaban en su interior. Al final solo quedaron siete personas al otro lado de la línea. Tehlu les preguntó tres veces si querían cruzar, y ellos se negaron tres veces. Después de la tercera vez, Tehlu saltó al otro lado de la raya y les asestó a cada uno un fuerte golpe, haciéndolos caer al suelo. Pero no todos eran hombres. Cuando Tehlu golpeó al cuarto, se oyó un ruido parecido al del hierro al enfriarse y olió a cuero quemado. Porque el cuarto hombre no era un hombre, sino un de¬monio con piel de hombre. Tehlu agarró al demonio y lo despe¬dazó con las manos, maldiciéndolo y lanzándolo a la oscuridad exterior, donde habitan los de su clase. Los otros tres se dejaron golpear. Ninguno era un demonio, aunque de los cuerpos de algunos de los que habían caído salieron huyendo demonios. Cuando hubo terminado, Tehlu no habló con los seis que no habían cruzado, ni se arrodilló para abrazarlos y aliviar su dolor. Al día siguiente, Tehlu se puso en camino para terminar lo que había empezado. Fue de pueblo en pueblo ofreciendo a sus habi¬tantes la misma elección que les había planteado a los convecinos de Perial. El resultado siempre era el mismo: algunos cruzaban, y algunos se quedaban; algunos no eran hombres, sino demonios, y a esos Tehlu los destruía. Pero había un demonio que seguía eludiendo a Tehlu: Encanis, que tenía la cara en sombras. Encanis, cuya voz era como un cu¬chillo en la mente de los humanos. Siempre que Tehlu paraba en un pueblo para ofrecer a sus ha¬bitantes la posibilidad de elegir su camino, Encanis había estado allí antes, destrozando los cultivos y envenenando los pozos. En¬canis hacía que los hombres se mataran entre ellos y se llevaba a los niños de sus camas por la noche. Pasados siete años, Tehlu había recorrido el mundo entero. Había echado a los demonios que nos atormentaban. A todos ex¬cepto a uno. Encanis seguía en libertad y hacía el trabajo de un mi¬llar de demonios, destruyéndolo y saqueándolo todo a su paso. Tehlu perseguía a Encanis, y Encanis huía. Pronto Tehlu estu¬vo a solo un ciclo del demonio, y luego a dos días, y luego a me¬dio día. Por fin estaba tan cerca que sentía el frío que dejaba En¬canis a su paso, y veía sitios donde había puesto las manos y los pies, porque estaban marcados con una fría y negra escarcha. Encanis sabía que lo perseguían, y se dirigió a una gran ciudad. El Señor de los Demonios empleó todo su poder y la ciudad que¬dó arrasada. Lo hizo con la esperanza de retrasar a Tehlu y esca¬par, pero el Dios Andante solo se detuvo para encargar a unos sa¬cerdotes que se ocuparan de la gente de la ciudad en ruinas. Encanis huyó durante seis días, y seis grandes ciudades que¬daron destruidas. Pero al séptimo día, Tehlu llegó antes de que En¬canis pudiera emplear su poder, y la séptima ciudad se salvó. Por eso el siete es el número de la suerte, y por eso celebramos el Chaen. Encanis se hallaba en apuros, y concentró todas sus fuerzas en escapar de Tehlu. Pero al octavo día Tehlu no se entretuvo comiendo ni durmiendo. Y así fue como, al final de la Abatida, Tehlu atrapó a Encanis. Se abalanzó sobre el demonio y lo golpeó con su martillo de forja. Encanis cayó como una piedra, pero el martillo de Tehlu se hizo pedazos, y los pedazos quedaron espar¬cidos por el polvoriento camino. Tehlu se cargó el cuerpo inerte del demonio a la espalda y ca¬minó toda la noche, y en la mañana del noveno día llegó a la ciu¬dad de Atur. Cuando la gente vio a Tehlu llevando el cuerpo inerte del demonio, creyeron que Encanis estaba muerto. Pero Tehlu sabía que matar a Encanis no era fácil. Ninguna espada normal ni ningún golpe normal podían matarlo. Y ninguna celda con barro¬tes podía retenerlo. Así que Tehlu llevó a Encanis a la herrería. Pidió que le lle¬varan hierro, y la gente le trajo todo el hierro que tenía. Pese a que no había descansado ni un momento ni había comido nada, Tehlu trabajó durante todo el noveno día. Diez hombres maneja¬ban el fuelle, y Tehlu forjó la gran rueda de hierro. Trabajó sin descanso toda la noche, y al despuntar el alba del décimo día, Tehlu le dio un último golpe a la rueda, que quedó ter¬minada. Era una rueda de hierro negro, más alta que un hombre. Tenía seis rayos más gruesos que el mango de un martillo, y el aro medía un palmo de ancho. Pesaba como cuarenta hombres, y es¬taba fría. El sonido de su nombre era terrible, y nadie podía pro¬nunciarlo. Tehlu escogió a un sacerdote de entre la gente que se había acercado a curiosear. Entonces los puso a todos a cavar un gran hoyo de cuatro metros de ancho y seis de profundidad en medio del pueblo. Mientras salía el sol, Tehlu puso el cuerpo del demonio sobre la rueda. Al tocar el hierro, Encanis, dormido, empezó a agitarse. Pero Tehlu lo ató con unas cadenas a la rueda, uniendo los esla¬bones a golpe de martillo y sellándolas hasta que fueron más se¬guras que cualquier candado. Entonces Tehlu se apartó, y todos vieron cómo Encanis se rebu¬llía, como si tuviera una pesadilla. Se sacudió y despertó del todo. Encanis tiró de las cadenas, arqueando el cuerpo. Donde el hierro le tocaba los pies, notaba como si le clavaran cuchillos, agujas y clavos; era un dolor punzante como la quemazón del hielo, como la picadura de un centenar de tábanos. Encanis no paraba de sa¬cudirse sobre la rueda y empezó a aullar, porque el hierro lo que¬maba, lo mordía y lo congelaba. Ese sonido era como dulce música para Tehlu. Se tumbó en el suelo junto a la rueda y durmió profundamente, porque estaba muy cansado. Despertó la noche del décimo día. Encanis seguía encadenado a la rueda, pero ya no bramaba ni forcejeaba como un animal atrapado. Tehlu se agachó y, haciendo un gran esfuerzo, levantó la rueda y la apoyó contra un árbol. En cuanto se acercó a él, En¬canis lo maldijo en lenguas que nadie conocía, arañando y mor-diendo. —Tú lo has querido —dijo Tehlu. Esa noche celebraron una gran fiesta. Tehlu envió a unos hom¬bres a cortar una docena de troncos y les mandó encender una ho¬guera en el fondo del profundo hoyo que habían cavado. Los vecinos del pueblo bailaron y cantaron toda la noche alre¬dedor del fuego. Sabían que por fin habían capturado al último y el más peligroso demonio que quedaba en el mundo. Y toda la noche Encanis colgó de su rueda y los observó, in¬móvil como una serpiente. Al amanecer del undécimo día, Tehlu se acercó a Encanis por tercera y última vez. El demonio parecía feroz y agotado. Estaba amarillento y los huesos se le marcaban bajo la piel. Pero su poder todavía lo rodeaba como un oscuro manto, ocultando su rostro en sombras. —Encanis —dijo Tehlu—, esta es tu última oportunidad para hablar. Hazlo, porque sé que tienes poder para hacerlo. —No soy Encanis, señor Tehlu —dijo el demonio con voz las¬timera, y todos los que lo oyeron sintieron pena por él. Pero luego se oyó un ruido de hierro al enfriarse, y la rueda resonó como una campana. El cuerpo de Encanis se arqueó, dolorido, al oír aquel ruido, y luego quedó inerte, colgando de las muñecas, mientras se extinguía el zumbido de la rueda. —Basta de trucos, criatura tenebrosa. No mientas más —dijo Tehlu con severidad; sus ojos eran tan duros y oscuros como el hierro de la rueda. —¿Qué quieres, pues? —masculló Encanis. Su voz era áspera como el roce de una piedra contra otra—. ¿Qué? Maldito seas, ¿qué quieres de mí? —Tu camino es muy corto, Encanis. Pero todavía puedes elegir por qué lado quieres viajar. Encanis soltó una risotada. —¿Me vas a ofrecer la misma elección que le ofreces al gana¬do? De acuerdo, cruzaré a tu lado del camino, me arrepiento y... La rueda volvió a sonar produciendo un sonido parecido al lar¬go y grave tañido de una campana. Encanis volvió a tensar el cuer¬po contra las cadenas, y su grito agitó la tierra y sacudió las pie¬dras en un radio de un kilómetro. Cuando se extinguieron los gritos y el sonido de la rueda, En¬canis quedó colgando, jadeando y temblando. —Ya te he advertido que no mintieras —dijo Tehlu, implacable. —¡Entonces elijo mi camino! —gritó Encanis—. ¡No me arre¬piento! Si pudiera elegir otra vez, solo cambiaría lo rápido que puedo correr. ¡Tu gente es como el ganado del que se alimentan los de mi clase! ¡Así te pudras! Si me concedieras media hora, haría cosas tales que esos malditos campesinos ignorantes enloquece-rían de miedo. Me bebería la sangre de sus hijos y me bañaría en las lágrimas de sus mujeres. —Habría seguido hablando, pero no paraba de forcejear y de tirar de las cadenas que lo sujetaban, y le faltaba el aliento. —Muy bien —dijo Tehlu, y se acercó más a la rueda. Por un instante pareció que fuera a abrazar a Encanis, pero solo estaba asiendo los rayos de hierro de la rueda. Entonces Tehlu levantó la rueda por encima de su cabeza. Con ambos brazos estirados, la llevó hacia el hoyo y arrojó en él a Encanis. Durante las largas horas de la noche, una docena de troncos habían alimentado el fuego. Las llamas se habían apagado al ama¬necer, dejando una gruesa capa de brasas que relucían cuando las acariciaba el viento. La rueda cayó plana en el fondo del hoyo, con Encanis encade¬nado a ella. Se hundió varios centímetros en las brasas ardientes, y hubo una explosión de chispas y ceniza. Encanis quedó tendido sobre las brasas, sujeto al hierro que se le clavaba y lo quemaba. Aunque no estaba en contacto directo con el fuego, el calor era tan intenso que la ropa de Encanis se chamuscó y empezó a des¬menuzarse sin llegar a prender. El demonio se sacudía y tiraba de las cadenas, y al hacerlo hundía aún más la rueda en las brasas. Encanis gritaba, porque sabía que el fuego y el hierro mataban a los demonios. Y aunque tenía grandes poderes, estaba encadena¬do y ardía. Notaba el metal de la rueda calentándose bajo su cuer¬po, chamuscándole la piel de los brazos y las piernas. Encanis chi¬llaba, e incluso cuando su piel empezó a desprender humo y a quemarse, su rostro seguía envuelto en una sombra que surgía de él como una lengua de oscuro fuego. Entonces Encanis se calló, y lo único que se oyó fue el soni¬do sibilante del sudor y la sangre que goteaban del cuerpo del demonio. Se produjo un largo silencio. Encanis tiró de las cade¬nas que lo sujetaban a la rueda; parecía que fuera a tirar de ellas hasta que los músculos se le desprendieran del hueso y de los ten-dones. Entonces se oyó un fuerte ruido, como una campana al rom¬perse, y uno de los brazos del demonio se soltó de la rueda. Varios eslabones de la cadena, al rojo vivo, salieron despedidos hacia arriba y fueron a parar, humeando, a los pies de la gente que esta¬ba al borde del hoyo. Solo se oyó la súbita y salvaje risa de Enca¬nis, aguda como el ruido del cristal al romperse. Al poco rato, el demonio soltó la otra mano, pero antes de que pudiera hacer nada más, Tehlu se lanzó al hoyo; cayó con tanta fuerza que hizo resonar el hierro. Tehlu le agarró las manos al de¬monio y las apretó contra la rueda. Encanis gritó furioso e incrédulo, pues aunque Tehlu volvía a aprisionarlo contra la rueda, y pese a que notaba la fuerza de Tehlu, mayor que las cadenas que Encanis acababa de romper, vio que Tehlu estaba ardiendo. —¡Estás loco! —gritó—. Morirás aquí conmigo. Suéltame y déjame vivir. Suéltame y no te causaré más problemas. —Y la rue¬da no resonó, porque Encanis estaba asustado de verdad. —No —dijo Tehlu—. Tu castigo es la muerte. Te lo mereces. —¡Estás loco! —seguía gritando Encanis, sin éxito—. ¡Estás ardiendo, vas a morir igual que yo! —Todo vuelve a las cenizas, así que esta carne también arderá. Pero yo soy Tehlu. Hijo de mí mismo. Padre de mí mismo. Yo es¬taba antes, y estaré después. Si soy un sacrificio, lo soy únicamente a mí mismo. Y si alguien me necesita y me invoca de la forma correcta, volveré para juzgar y castigar. Tehlu lo sujetó contra la rueda, y ni los gritos ni las amenazas del demonio lograron apartarlo ni un centímetro. Y así fue como Encanis abandonó este mundo, y con él Tehlu, que era Mend. Am¬bos ardieron hasta quedar reducidos a cenizas en el hoyo de Atur. Por eso los sacerdotes tehlinos llevan túnicas de color gris. Y por eso sabemos que Tehlu nos cuida, nos vigila y nos protege de...
| |
|